Como todas las virtudes del fruto del Espíritu, la humildad y la mansedumbre son de origen divino; no son de este mundo, pero son tan necesarias en él. La humildad y la mansedumbre son expresiones de la gracia. Piensa en ellas como la gracia de Dios servida en pequeñas dosis. Un gesto de cuidado. Una sonrisa acogedora. Una expresión suave. Una acción misericordiosa.
En 2 Samuel 9, encontramos una de las ilustraciones más ricas de la gracia expresada con humildad y mansedumbre. David concede a un hombre llamado Mefiboset un favor inmerecido. Al hacerlo, planta un árbol de vida que trae sombra no solo a su hogar, sino a toda la nación.
A medida que las noches se alargan y los días se acortan, descubrimos dentro de nosotros un anhelo más profundo que el simple deseo de encender lámparas para disipar la oscuridad. Es un anhelo de luz que reconforte el corazón y reavive la esperanza.
El Adviento nos encuentra en medio de ese anhelo. Nos invita a detenernos, respirar con calma y recordar que aún en las horas más oscuras, Jesús —la Luz verdadera— ya vino... y sigue brillando.
Este devocional es como una linterna para la travesía. Te guiará a lo largo del ciclo de la luz en Adviento: esperanza que rompe la noche, paz que afirma los pasos, gozo que enciende el corazón, amor que abriga el alma, y la llegada que inunda al mundo con el fulgor de Cristo. Este es el viaje del Adviento: una luz que crece en lo profundo del alma, hasta que Cristo disipe toda sombra con la plenitud de su gloria eterna.